... ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de
entendernos?. Sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu
de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad
nueva de comunicar ... Benedicto XVI - Pentecostés 2012
Queridos
hermanos y hermanas:
Me alegra celebrar
con vosotros esta santa misa, animada hoy también por el coro de la Academia de
Santa Cecilia y por la orquesta juvenil —a la que doy las gracias— en la solemnidad
de Pentecostés. Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un
acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso para su
misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre son
actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas. Esta
mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial del misterio de
Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es
la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos
constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos
a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las
distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre
las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que
con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez
más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos
diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos
y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio
yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar
y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La narración de
Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera
lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes
cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia
de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es
Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto
poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y
que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara
al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en
esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban
trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de
que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios,
corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un
elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de
acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este relato
bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia,
y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos
alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los
elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta
situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos
podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta
de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos
multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de
transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de
entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece
insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor
recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por
tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y
¿cómo?
Encontramos la
respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del
Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una
capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa
mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre
Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se
posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor,
capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva,
las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos
pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés,
donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el
Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la
verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús,
hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir
para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la
Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el
propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos
a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja.
Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome
en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el
Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el
corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse
mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos
introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a
comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro
yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el
«nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así
resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde
los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos
contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a
la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición
entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el
Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la
carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está
marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que
provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos
seguirlos todos. Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y
generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la
alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir
y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo.
San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados
de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son
pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y
cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En
cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos
vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De
hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga
5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la
carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular
para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la
dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos,
debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir
al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir
nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El
relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de
subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse
a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María
en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14).
Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni
Sancte Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu amor!». Amén.
Benedicto XVI - Homilía Pentecostés 2012