REFLEXIONES
SOBRE EL MISTERIO Y LA VIDA DE LA IGLESIA
por
el Cardenal Georges Cottier, op
Leyendo
L’Osservatore Romano, me llamó mucho la atención un artículo escrito por
el cardenal Kurt Koch y publicado el pasado 27 de enero con un título más bien
singular. El título del artículo era «Eclesiología lunar» y era una reseñadel
libro del cardenal Walter Kasper Chiesa cattolica. Essenza, realtà,
missione [“Iglesia católica. Esencia, realidad, misión”], recientemente
publicado en Italia por la editorial Queriniana. En los pasajes del libro
valorizados también por la reseña he encontrado pensamientos que me parecen
valiosos, sobre todo con vistas al Año de la fe y del próximo
sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización.
El
título de la reseña del cardenal Koch remite a una analogía tradicional que ya
los Padres de los primeros siglos aplicaron a la Iglesia y que fue retomada
también en la Edad Media. Según esta analogía se puede captar la naturaleza de
la Iglesia usando la figura de la luna. La luna trae la luz en la noche, pero
la luz no procede de ella, sino del sol. Así es la Iglesia: trae la luz al
mundo, pero esta luz que trae no es suya. Es la luz de Cristo. «La Iglesia»,
comenta el cardenal Koch en su artículo, «no ha de querer ser sol, sino que
debe alegrarse de ser luna, de recibir toda su luz del sol y de hacerla
resplandecer en la noche». Recibiendo la luz de Cristo la Iglesia vive toda su
plenitud de alegría, «porque ella», como confesó Pablo VI en el Credo del
pueblo de Dios «no goza de otra vida que de la vida de la gracia».
En
vísperas del Año de la fe, la imagen de la luna ayuda a captar también la
naturaleza de la Iglesia y el horizonte de su misión.
La
comparación con la luna no debe tomarse como una marginación de la misión de la
Iglesia. La Iglesia es a su modo responsable de la luz de Cristo que está
llamada a reflejar. No se debe ofuscar esa luz. La Iglesia debe reverberar, y
no empañar o apagar en sí ese reflejo. Como hace la luna durante la noche, la
Iglesia debe difundir la luz de Cristo en la noche del mundo que, abandonado a sí
mismo, permanecería en el pecado y en la sombra de la muerte. Como señalaba
Pablo VI en su discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano
II: «Después de haber cumplido su obra interna de santificación la Iglesia
podrá mostrar su cara al mundo entero, diciendo estas palabras: Quien me ve, ve
a Cristo, así como el divino Redentor dijo de sí mismo: “Quien me ve, ve al
Padre” (Jn 14, 9)».
La
imagen de la luna ayuda también a captar la dinámica propia de la misión a la
que está llamada la Iglesia. Como reconocía Pablo VI en la exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi (1975): «El hombre contemporáneo escucha
más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan», y si escucha a los
que enseñan «es porque dan testimonio». Nietzsche habló de «desconfianza metódica».
Por esto, sobre todo en nuestros tiempos, la modalidad más acorde y más
desarmante con que la luz de la palabra de Dios se ofrece al mundo es la del
testimonio. También respecto a esto la imagen de la luna sugiere puntos de
reflexiones y consuelo.
El
testigo es por definición alguien que atestigua algo que no es él mismo, sin
añadir cosas propias.
Tampoco
el testimonio de fe cristiana coincide con un ponerse manos a la obra, un
añadir más compromisos a las actividades de la vida. Y mucho menos significa
hacer propaganda o proselitismo en favor de ciertas ideas.
El
descendimiento de la cruz, detalle, panel del siglo X de la puerta de la
iglesia de San Zenón, Verona El testigo es el que ofrece su propio
cuerpo, pone a disposición lo concreto de su condición humana para que
actúe y resplandezca en ella la gracia del Señor. Lo mismo que hace la luna,
sobre cuyo cuerpo opaco se refleja la luz que irradia el sol. «Os
exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis
vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será
vuestro
culto espiritual»: dice san Pablo en la Carta a los Romanos (Rm 12,1).
Y como sugirió Benedicto XVI en su reciente Lectio divina pronunciada en
el Seminario romano mayor, precisamente ofrecer nuestro cuerpo, nuestro vivir
diario es la condición por la que «nuestro cuerpo unido al cuerpo de Cristo se
convierte en gloria de Dios, se transforma en liturgia», y el cuerpo mismo debe
ser «la realización de nuestra adoración». La acción de la gracia sobre las
vidas de los testigos se manifiesta en la santidad, que precisamente por esto
no es una conquista reservada a
pocos,
sino una posibilidad real que se asoma a las vidas concretas de todos los
bautizados, como sugirió también el beato Juan Pablo II en la carta apostólica Novo
millennio ineunte. La santidad es lo que expresa mejor el íntimo misterio
de la Iglesia.
La
realidad que permite el encuentro de los hombres con Cristo es la vida misma de
sus discípulos, que no son activistas de un mensaje extrínseco a sus vidas.
Como enseña el Concilio Vaticano II, la gracia actúa sobre ellos de manera que
la riqueza de su don no puede ser detenida y casi secuestrada de modo egoísta,
como algo que se posee y de lo que hay que excluir a los demás. Al contrario,
se comunica gratuitamente por fuerza propia, resplandeciendo en el fulgor de la
fe, de la esperanza y de la caridad que da testimonio de Cristo en la vida
misma de los cristianos: «fide, spe, caritate fulgentes», dice la Lumen
gentium en el parágrafo 31. Dijo una vez don Luigi Giussani: «El verdadero
anuncio lo hacemos mediante lo que Cristo ha perturbado en nuestra vida, tiene
lugar mediante la perturbación que Cristo realiza en nosotros: Hacemos
presente a Cristo mediante el cambio que Él obra en nosotros. Es el
concepto de testimonio».
Lo
que vale para cada bautizado, vale también para la Iglesia. La Iglesia no tiene
que inventarse nada. Como hace la luna con el sol, solamente pone a disposición
su cuerpo para que la gracia pueda reflejarse en él. Cuando la Iglesia pretende
dar testimonio de sí misma, no parece ni atractiva, enriquecida ni consolada
por el Señor. Y también los acontecimientos eclesiales terminan fatalmente por
estar caracterizados por esa «vanagloria que va contra la verdad y no puede
hacernos buenos y felices» a la que aludió Benedicto XVI en su último encuentro
con los párrocos de Roma.
Para
la Iglesia, como para cada cristiano, ofrecer su cuerpo y su condición para que
en ellos actúe y resplandezca la gracia del Señor se expresa como petición, es
decir, como oración. Justamente porque es sencillo ponerlo a disposición, esta
ofrenda tiene como forma propia la petición, es decir, la oración. Al respecto,
hay que señalar las palabras del cardenal Kasper al final de su libro, cuando escribe
que «la Iglesia del futuro será sobre todo una Iglesia de orantes». En la
invocación de la oración que pide, pero también en la oración de alabanzas,
testificamos nuestra dependencia de
Dios.
En ella el acento no cae en la sumisión, sino en el hecho de que se nos concede
la gracia.
Siendo
creaturas libres, nuestra libertad se cumple en la satisfacción de acoger el
don, de modo que den fruto en nosotros sus recursos de por sí
impensables para nosotros.
La
Última cena, detalle, panel del siglo X de la puerta de la iglesia de San
Zenón, Verona El
testimonio de los cristianos y la misión de la Iglesia se realizan en un
contexto que a menudo está marcado por la contrariedad y la oposición.
Son los sufrimientos apostólicos, de los que hablaba san Pablo. Vemos
surgir en muchos países occidentales movimientos anticristianos agresivos.
Crece la negación de la fe. También crece la Iglesia, pero los
cristianos sufren persecución en muchas partes del
mundo. Todo esto no debe sorprendernos. Los evangelios, las cartas de san Pablo
y también el Apocalipsis nos dicen ya que la persecución forma parte de la
condición de la Iglesia en la tierra. Y con el último Concilio la Iglesia ha
vuelto a encontrar de un modo más intenso lo que siempre ha sabido y ha vivido
en sus santos como Francisco de Asís, esto es: el hecho de que frente a dificultades
y persecuciones hay una manera evangélica, diría casi un “estilo” evangélico de
reaccionar: el que está descrito en las Bienaventuranzas. En cambio, cierto
modo de responder a las adversidades sigue teniendo como última perspectiva la
que en el pasado se expresó en las Cruzadas. Sucede que oímos discursos que se
inspiran en las persecuciones o en la llamada “cristianofobia” para relanzar
estrategias de lucha. Mientras que las vicisitudes mismas de la historia han
aclarado definitivamente a todos que la perspectiva de la Cruzada es una mundanización
y una instrumentalización del cristianismo, y la desaparición de esta
perspectiva ha representado una liberación y una ventaja para la Iglesia.
Además, es siempre erróneo pensar que Dios ama más unas épocas que otras. Se
trata de una tentación milenarista que no corresponde al auténtico
sensus fidei. Dio ama también nuestro tiempo, con todos sus problemas.
En vez de replegarse en nostalgias utópicas y engañosas, hay que ver lo que el
Concilio Vaticano II definió como los signos de los tiempos. Por ejemplo, los
intensos fenómenos migratorios que se están dando son una circunstancia
concreta para experimentar de verdad –y quizás por primera vez de manera tan
intensa– la universalidad del Evangelio. Hoy día un europeo, para encontrar y
conocer a un chino, ya no debe hacer diez mil kilómetros. A los chinos, los
indios, los árabes se los encuentra habitualmente en las grandes ciudades y
pueblos de su país. La situación en ciertos aspectos es semejante a la que
vivió y abrazó san Agustín, cuando la llegada de nuevos pueblos marcó el final de
una fase histórica, pero abrió nuevas posibilidades de difusión a la fuerza
desarmada del anuncio cristiano.
A
este respecto, son un consuelo para todos las palabras sugeridas por Benedicto
XVI en los últimos tiempos. Cuando el Papa repite que «la Iglesia no existe por
sí misma, no es el punto de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo
alto, por encima de nosotros», y cuando añade que «la Iglesia no se da a sí
misma las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que
escucha en la fe y trata de comprender y vivir», estas expresiones usadas
precisamente en la homilía para la fiesta de la cátedra de San Pedro captan con
el realismo de una mirada amorosa y apasionada
el misterio mismo de la Iglesia. Y pueden ayudar a todos a intuir los peligros
y las posibilidades que en las circunstancias actuales marcan el camino de la
Iglesia en el tiempo.