miércoles, 26 de junio de 2013

"¡NINGUNO DE NOSOTROS ES CRISTIANO (SACERDOTE) POR PURA CASUALIDAD! ¡NINGUNO!"



En la Misa, concelebrada en la Casa de Santa Marta por el cardenal Robert Sarah, el cardenal Camillo Ruini y Mons. Ignacio Carrasco de Paula, participó un grupo de empleados del Pontificio Consejo "Cor Unum", de la Pontificia Academia para la Vida y un grupo de colaboradores de la Specola Vaticana, acompañados por su director, el jesuita José Gabriel Funes. El Papa Francisco ha dicho:
“Ser cristiano es una llamada de amor, una llamada a convertirse en hijos de Dios”
El Papa enfatizó en que la certeza del cristiano es que el Señor jamás nos deja solos y nos pide ir adelante, en medio de los problemas.
El Papa Francisco centró su homilía en la Primera Lectura, tomada del Libro del Génesis, donde se narra sobre la discusión entre Abraham y Lot por la repartición de la tierra. "Cuando leo esto - dijo el Papa - pienso en Oriente Medio y pido mucho al Señor para que nos dé a todos la sabiduría, esta sabiduría - no discutamos, yo voy por esta parte, tú por la otra ... – ir por la paz". Abraham, hizo notar Francisco, "continúa caminando". "Él - afirmó - dejó su tierra para ir, no sabía dónde, pero donde el Señor le dirá". Sigue caminando, entonces, porque cree en la Palabra de Dios que "lo había invitado a salir de su tierra". Este hombre, quizás nonagenario, mira la tierra que le indica el Señor y cree:
"Abraham parte de su tierra con una promesa: todo su camino es ir hacia esta promesa. Y su recorrido es también un modelo de nuestro recorrido. Dios llama a Abraham, una persona, y de esta persona hace un pueblo. Si vamos al Libro del Génesis, al inicio, a la Creación, podemos encontrar que Dios crea las estrellas, crea las plantas, crea los animales, crea las, los, las, los... Pero crea al hombre: el singular, uno. A nosotros Dios siempre nos habla en singular, porque nos ha creado a su imagen y semejanza. Y Dios nos habla en singular. Ha hablado a Abraham y le dio una promesa y lo invitó a salir de su tierra. Nosotros cristianos hemos sido llamados en singular: ¡ninguno de nosotros es cristiano por pura casualidad! ¡Ninguno!"
Existe una llamada "con nombre, con una promesa", dijo el Papa: "¡Ve adelante, Yo estoy contigo! Yo camino junto a ti". Y esto, continuó, lo sabía Jesús: "también en los momentos más difíciles se dirige al Padre":
"Dios nos acompaña, Dios nos llama por nuestro nombre, Dios nos promete una descendencia. Y esto es un poco la seguridad del cristiano. No es una casualidad, ¡es una llamada! Una llamada que nos hace ir hacia adelante. Ser cristiano es una llamada de amor, de amistad; una llamada a convertirme en hijo de Dios, hermano de Jesús; a volverme fecundo en la transmisión a los otros de esta llamada; a convertirme en instrumento de esta llamada. Hay tantos problemas, tantos problemas; hay momentos difíciles: ¡Jesús pasó tantos! Pero siempre con aquella seguridad: ‘El Señor me ha llamado. El Señor es como yo. El Señor me ha prometido'".
El Señor, repitió el Obispo de Roma, "es fiel, porque Él jamás puede renegar de sí mismo: Es la fidelidad". Y pensando en este pasaje donde Abraham "es ungido padre, por primera vez, padre de los pueblos, pensamos también en nosotros que hemos sido ungidos en el Bautismo y pensamos a nuestra vida cristiana":

"... alguno dirá ‘Padre, soy pecador'... Pero todos lo somos. Eso se sabe. El problema es: pecadores, ir adelante con el Señor, ir adelante con aquella promesa que nos ha hecho, con aquella promesa de fecundidad y decir a los demás, contar a los otros que el Señor está con nosotros, que el Señor nos ha elegido y que Él no nos deja solos, ¡jamás!. Aquella certeza del cristiano nos hará bien. Que el Señor nos dé, a todos nosotros, este deseo de ir adelante, que tuvo Abraham, en medio de os problemas; pero ir adelante, con aquella seguridad de saber que Él me ha llamado, que me ha prometido tantas cosas bellas ¡que está siempre conmigo!".

viernes, 14 de junio de 2013

EL TESTIGO ES EL QUE OFRECE SU PROPIO CUERPO


REFLEXIONES SOBRE EL MISTERIO Y LA VIDA DE LA IGLESIA
por el Cardenal Georges Cottier, op

 

 
Leyendo L’Osservatore Romano, me llamó mucho la atención un artículo escrito por el cardenal Kurt Koch y publicado el pasado 27 de enero con un título más bien singular. El título del artículo era «Eclesiología lunar» y era una reseñadel libro del cardenal Walter Kasper Chiesa cattolica. Essenza, realtà, missione [“Iglesia católica. Esencia, realidad, misión”], recientemente publicado en Italia por la editorial Queriniana. En los pasajes del libro valorizados también por la reseña he encontrado pensamientos que me parecen valiosos, sobre todo con vistas al Año de la fe y del próximo sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización.

El título de la reseña del cardenal Koch remite a una analogía tradicional que ya los Padres de los primeros siglos aplicaron a la Iglesia y que fue retomada también en la Edad Media. Según esta analogía se puede captar la naturaleza de la Iglesia usando la figura de la luna. La luna trae la luz en la noche, pero la luz no procede de ella, sino del sol. Así es la Iglesia: trae la luz al mundo, pero esta luz que trae no es suya. Es la luz de Cristo. «La Iglesia», comenta el cardenal Koch en su artículo, «no ha de querer ser sol, sino que debe alegrarse de ser luna, de recibir toda su luz del sol y de hacerla resplandecer en la noche». Recibiendo la luz de Cristo la Iglesia vive toda su plenitud de alegría, «porque ella», como confesó Pablo VI en el Credo del pueblo de Dios «no goza de otra vida que de la vida de la gracia».

En vísperas del Año de la fe, la imagen de la luna ayuda a captar también la naturaleza de la Iglesia y el horizonte de su misión.

La comparación con la luna no debe tomarse como una marginación de la misión de la Iglesia. La Iglesia es a su modo responsable de la luz de Cristo que está llamada a reflejar. No se debe ofuscar esa luz. La Iglesia debe reverberar, y no empañar o apagar en sí ese reflejo. Como hace la luna durante la noche, la Iglesia debe difundir la luz de Cristo en la noche del mundo que, abandonado a sí mismo, permanecería en el pecado y en la sombra de la muerte. Como señalaba Pablo VI en su discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II: «Después de haber cumplido su obra interna de santificación la Iglesia podrá mostrar su cara al mundo entero, diciendo estas palabras: Quien me ve, ve a Cristo, así como el divino Redentor dijo de sí mismo: “Quien me ve, ve al Padre” (Jn 14, 9)».

La imagen de la luna ayuda también a captar la dinámica propia de la misión a la que está llamada la Iglesia. Como reconocía Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975): «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan», y si escucha a los que enseñan «es porque dan testimonio». Nietzsche habló de «desconfianza metódica». Por esto, sobre todo en nuestros tiempos, la modalidad más acorde y más desarmante con que la luz de la palabra de Dios se ofrece al mundo es la del testimonio. También respecto a esto la imagen de la luna sugiere puntos de reflexiones y consuelo.

El testigo es por definición alguien que atestigua algo que no es él mismo, sin añadir cosas propias.

Tampoco el testimonio de fe cristiana coincide con un ponerse manos a la obra, un añadir más compromisos a las actividades de la vida. Y mucho menos significa hacer propaganda o proselitismo en favor de ciertas ideas.

El descendimiento de la cruz, detalle, panel del siglo X de la puerta de la iglesia de San Zenón, Verona El testigo es el que ofrece su propio cuerpo, pone a disposición lo concreto de su condición humana para que actúe y resplandezca en ella la gracia del Señor. Lo mismo que hace la luna, sobre cuyo cuerpo opaco se refleja la luz que irradia el sol. «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será

vuestro culto espiritual»: dice san Pablo en la Carta a los Romanos (Rm 12,1). Y como sugirió Benedicto XVI en su reciente Lectio divina pronunciada en el Seminario romano mayor, precisamente ofrecer nuestro cuerpo, nuestro vivir diario es la condición por la que «nuestro cuerpo unido al cuerpo de Cristo se convierte en gloria de Dios, se transforma en liturgia», y el cuerpo mismo debe ser «la realización de nuestra adoración». La acción de la gracia sobre las vidas de los testigos se manifiesta en la santidad, que precisamente por esto no es una conquista reservada a

pocos, sino una posibilidad real que se asoma a las vidas concretas de todos los bautizados, como sugirió también el beato Juan Pablo II en la carta apostólica Novo millennio ineunte. La santidad es lo que expresa mejor el íntimo misterio de la Iglesia.

La realidad que permite el encuentro de los hombres con Cristo es la vida misma de sus discípulos, que no son activistas de un mensaje extrínseco a sus vidas. Como enseña el Concilio Vaticano II, la gracia actúa sobre ellos de manera que la riqueza de su don no puede ser detenida y casi secuestrada de modo egoísta, como algo que se posee y de lo que hay que excluir a los demás. Al contrario, se comunica gratuitamente por fuerza propia, resplandeciendo en el fulgor de la fe, de la esperanza y de la caridad que da testimonio de Cristo en la vida misma de los cristianos: «fide, spe, caritate fulgentes», dice la Lumen gentium en el parágrafo 31. Dijo una vez don Luigi Giussani: «El verdadero anuncio lo hacemos mediante lo que Cristo ha perturbado en nuestra vida, tiene lugar mediante la perturbación que Cristo realiza en nosotros: Hacemos presente a Cristo mediante el cambio que Él obra en nosotros. Es el concepto de testimonio».

Lo que vale para cada bautizado, vale también para la Iglesia. La Iglesia no tiene que inventarse nada. Como hace la luna con el sol, solamente pone a disposición su cuerpo para que la gracia pueda reflejarse en él. Cuando la Iglesia pretende dar testimonio de sí misma, no parece ni atractiva, enriquecida ni consolada por el Señor. Y también los acontecimientos eclesiales terminan fatalmente por estar caracterizados por esa «vanagloria que va contra la verdad y no puede hacernos buenos y felices» a la que aludió Benedicto XVI en su último encuentro con los párrocos de Roma.

Para la Iglesia, como para cada cristiano, ofrecer su cuerpo y su condición para que en ellos actúe y resplandezca la gracia del Señor se expresa como petición, es decir, como oración. Justamente porque es sencillo ponerlo a disposición, esta ofrenda tiene como forma propia la petición, es decir, la oración. Al respecto, hay que señalar las palabras del cardenal Kasper al final de su libro, cuando escribe que «la Iglesia del futuro será sobre todo una Iglesia de orantes». En la invocación de la oración que pide, pero también en la oración de alabanzas, testificamos nuestra dependencia de

Dios. En ella el acento no cae en la sumisión, sino en el hecho de que se nos concede la gracia.

Siendo creaturas libres, nuestra libertad se cumple en la satisfacción de acoger el don, de modo que den fruto en nosotros sus recursos de por sí impensables para nosotros.

La Última cena, detalle, panel del siglo X de la puerta de la iglesia de San Zenón, Verona El testimonio de los cristianos y la misión de la Iglesia se realizan en un contexto que a menudo está marcado por la contrariedad y la oposición. Son los sufrimientos apostólicos, de los que hablaba san Pablo. Vemos surgir en muchos países occidentales movimientos anticristianos agresivos. Crece la negación de la fe. También crece la Iglesia, pero los cristianos sufren persecución en muchas partes del mundo. Todo esto no debe sorprendernos. Los evangelios, las cartas de san Pablo y también el Apocalipsis nos dicen ya que la persecución forma parte de la condición de la Iglesia en la tierra. Y con el último Concilio la Iglesia ha vuelto a encontrar de un modo más intenso lo que siempre ha sabido y ha vivido en sus santos como Francisco de Asís, esto es: el hecho de que frente a dificultades y persecuciones hay una manera evangélica, diría casi un “estilo” evangélico de reaccionar: el que está descrito en las Bienaventuranzas. En cambio, cierto modo de responder a las adversidades sigue teniendo como última perspectiva la que en el pasado se expresó en las Cruzadas. Sucede que oímos discursos que se inspiran en las persecuciones o en la llamada “cristianofobia” para relanzar estrategias de lucha. Mientras que las vicisitudes mismas de la historia han aclarado definitivamente a todos que la perspectiva de la Cruzada es una mundanización y una instrumentalización del cristianismo, y la desaparición de esta perspectiva ha representado una liberación y una ventaja para la Iglesia. Además, es siempre erróneo pensar que Dios ama más unas épocas que otras. Se trata de una tentación milenarista que no corresponde al auténtico sensus fidei. Dio ama también nuestro tiempo, con todos sus problemas. En vez de replegarse en nostalgias utópicas y engañosas, hay que ver lo que el Concilio Vaticano II definió como los signos de los tiempos. Por ejemplo, los intensos fenómenos migratorios que se están dando son una circunstancia concreta para experimentar de verdad –y quizás por primera vez de manera tan intensa– la universalidad del Evangelio. Hoy día un europeo, para encontrar y conocer a un chino, ya no debe hacer diez mil kilómetros. A los chinos, los indios, los árabes se los encuentra habitualmente en las grandes ciudades y pueblos de su país. La situación en ciertos aspectos es semejante a la que vivió y abrazó san Agustín, cuando la llegada de nuevos pueblos marcó el final de una fase histórica, pero abrió nuevas posibilidades de difusión a la fuerza desarmada del anuncio cristiano.

A este respecto, son un consuelo para todos las palabras sugeridas por Benedicto XVI en los últimos tiempos. Cuando el Papa repite que «la Iglesia no existe por sí misma, no es el punto de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo alto, por encima de nosotros», y cuando añade que «la Iglesia no se da a sí misma las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que escucha en la fe y trata de comprender y vivir», estas expresiones usadas precisamente en la homilía para la fiesta de la cátedra de San Pedro captan con el realismo de una mirada amorosa y apasionada el misterio mismo de la Iglesia. Y pueden ayudar a todos a intuir los peligros y las posibilidades que en las circunstancias actuales marcan el camino de la Iglesia en el tiempo.

viernes, 7 de junio de 2013

CABILDO GENERAL ORDINARIO

 
La Ilma. Universidad de Curas y Hermandad de San Pedro ad Vincula celebrará Cabildo General Ordinario el próximo sábado día 22 de Junio a partir de las 11,00 horas.
orden del día:
 
11,00.- Acogida.
11,15.- Oración inicial.
11,30.- Cabildo General Ordinario
12,30.- Celebración de la Eucaristía, presidida por el Sr. Abad Mayor en la que homenajearemos a los sacerdotes que celebran este año sus bodas de oro y de plata sacerdotales.
14,00.- Comida - Convivencia.
 
El Cabildo se celebrará como en el año anterior en la Casa Sacerdotal Santa Clara.
 
Recordamos a todos los sacerdotes y diáconos miembros de nuestra Hermandad la obligación que tienen de asistir a este acto en el que rendiremos homenaje a los sacerdotes que este año cumplen sus bodas de oro y de plata sacerdotales.